Los
rebullones son una especie de zamuros llaneros, de aquellos que de pronto
aparecen y desatan ciertos males, acaban con las cosechas y dejan ese olor tan
particular que desprenden sus oscuras alas. Estas alas le dan un horizonte más
amplio, una gama de posibilidades más extensa que la de un gallo o un pato. Quizás esa perspectiva permitió este panorama, aquel que aún se deja entrever en
la parte más alta de la formación de la
mañana, en donde nuestra vista llega a ver pero nuestras manos no alcanzan a tocar.
Un día como
cualquier otro, desprovisto de aventuras alternas a lo cotidiano de la vida
estudiantil. Pero ¡no!, este suceso no alteraría el orden natural de las cosas…
Mejor olvidemos explicaciones y vayamos a lo acontecido.
Mejor olvidemos explicaciones y vayamos a lo acontecido.
Pasamos a la
altura de la autopista de Prados del Este, unos dormidos, otros despiertos, da
igual. El resto, abordo del transporte, miraban a su alrededor buscando algo
que parecía matar su intranquilidad. El mismo de siempre escuchaba música y
Luis comía una arepa. Todo concordaba en el transcurso del camino, la misma
gente, las mismas acciones.
Llegamos al
colegio un poco tarde, así que bajamos en donde Carlos para correr inquietos
por los pasillos color ladrillo. Al final del pasillo la lista nos esperaba,
formábamos igual que siempre, esperando las anotaciones por la tardanza, el
salón de clases y las mil palabras.
De pronto se
divisó un zamuro. Llegó el rebullón que Rómulo comparaba con una mujer de
características bárbaras, aquel que tarde o temprano le traía el mal a sus
tierras. En fin, era un ave poco común que venía descendiendo precipitadamente
hacia el asta donde izábamos la bandera todas las mañana.
Era pues el
tiempo del himno, algunos miraban al cielo esperando la caída de la misteriosa
ave y otros conversaban o cruzaban los brazos con la indiferencia del que tiene
examen de matemática.
-¡Es un pájaro!- Exclamó un alumno-
-No es un pájaro cualquiera idiota, es un
zamuro- corregía el compañero-
-No no, es sin duda alguna un
rebullón-afirmaba Jesús, el profesor de literatura- de aquellos que revuelan
por ambientes llaneros y desprenden un olor pútrido de sus alas.
Pero a quién
podría interesarle este asunto. Una carcajada grupal rompió el silencio de la
formación en orden debido al color negruzco que de pronto contrastaba con el de
las estrellas de la bandera o, quizás, por el rojo de color vivo que chorreaba
a borbotones hasta caer en el suelo confundido por otro tono de rojo atribuido
a la sangre de los héroes de nuestra patria.
Mientras el
zamuro emitía sonidos extraños parecía satisfacerse de su estadía en este lugar
magnánimo que le daba la completa atención, mientras que la sangre y el olor
pestilente que desprendía de sus alas rotas tocaba ya los talones de los
estudiantes y profesores, reunidos en la plaza.
Ahí seguía la
formación ya descompuesta, el orden hecho un caos, pero de risa, de burla, de
notable indiferencia, que se producía al oír y al observar aquel ser que parecía
disfrutar de su nueva desgracia.
Pasaban las horas
y el hecho seguía estático: la misma sangre, el mismo rebullón, la misma
formación desordenada que reía a carcajadas y sin parar. El olor y la sangre ya
alcanzaban nuestras rodillas, luego nos tocaban las espaldas y ahora, mientras pienso
en estos hechos, estoy a punto de ahogarme. Me llega hasta el cuello…
La situación
de la gente era de aquella que aún espera con impaciencia su próximo fin de
semana, se mantenían en risas y en simples pero bruscas carcajadas. Los
profesores nos acompañaban en este inusual reír como si fuera éste un hecho del
más común de sus días.
Esto no
imparte necesidades para nadar o para salir de este océano repugnante ya que
todos nosotros, inmiscuidos en esta especie de chiste, parecemos disfrutar,
como el rebullón, de la perfidia ocasionada por la misma víctima.
Hablando en
términos más generales, estamos indiferentes a lo que pueda suceder, indiferentes ante lo que aquel rebullón haga de nosotros y de la escuela. Dudamos de lo que
pueda pasar en las afueras de estas instalaciones, y el entretenimiento da
los medios para la ignorancia.
Por fin ha
llegado a mis narices, ahora el olor es inaguantable, la sangre desagradable y
todo esto inhumano, vergonzoso. Todos esperamos el momento de que caiga, de que
aquel rebullón se desplome y desaparezca para siempre.
Gabriel Capriles
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