viernes, 10 de febrero de 2012

El Frío del Papel


Apenas salía el sol. Leo se despertó e inmediatamente se cepilló los dientes. Tenía tantas ganas de respirar el aire puro de la ciudad que se olvidó una vez más de su madre, Olga. Este no aguantaba sus insultos diarios por cualquier cosa. En realidad, Leo no entendía por qué Olga lo trataba tan mal. ¿Dejó de pedirle la bendición? No lo sabía. ¿La ofendió en algún momento? Tampoco lo recuerda. Solo estaba seguro de que en la calle podía encontrar algo distinto a los problemas familiares que constantemente enfrentaba. Mirar a la gente pasar, ver el tráfico que se formaba por algún accidente, o simplemente observar las risas de las personas era genial.

 Leo pasaba horas fuera de su casa. Su madre nunca lo llamaba. El teléfono repicaba para anunciar a Marta, quien siempre lo acompañaba en los momentos difíciles. Cada fin de semana salían a distraerse un poco y Leo no paraba de hablar de su madre. Un día, Leo esperaba a Marta en alguna estación de metro como era costumbre. Sin embargo, una llamada lo estremeció. Era un hombre que avisó la llegada de una mujer blanca, de cabello largo castaño y muy delgada a un hospital. Ante tal descripción, Leo comprendió que se trataba de Olga. Leo pidió la dirección del lugar donde estaba recluida y de inmediato fue tras ella.

Los nervios de Leo eran tan evidentes que su rostro cambiaba de color, de un blanco pálido a un rojo intenso. Los minutos transcurrían y lo único que tenía en su mente eran malas noticias. Su mayor deseo era llegar lo más rápido posible a ver a su madre. Mientras tanto, el hombre que llamó a Leo estuvo al tanto del estado de salud de Olga. No era muy favorable. La sala de espera del hospital se encontraba vacía, como si la tristeza hubiese nublado el lugar. A lo lejos se escuchaban los pasos de aquella persona que llamó por teléfono a Leo. Su rostro mantenía una seriedad única hasta la llegada del chico. Desesperado, Leo gritaba el nombre de su madre, y el hombre del teléfono se le acercó.

—   ¿Eres Leo, no?—le dijo.

—   Sí, ¿sabe dónde está mi mamá? — preguntó angustiado.

—    En el más profundo de los descansos. — respondió sin titubear. — Y te dejó esta nota, que ahora debes revisar. — advirtió.

Leo tomó la nota y se alejó un poco del hombre que le habló. Temeroso, confundido, con una carga tan grande en el pecho, abrió aquel pedazo de papel como si fuese Olga quien le hablara. Aquella nota tenía tanta tristeza en medio de sus palabras, que Leo no pudo más con sus sentimientos y lloró como un recién nacido. El hombre solo observaba con detenimiento la reacción de Leo. Él quería escapar de ese lugar llamado hospital que terminó por aborrecer apenas terminó de leer la nota. Antes de irse, el hombre detuvo a Leo para poder consolarlo como él hubiese querido que lo hiciera su madre. Para ambos era difícil aceptar la realidad. Leo quería arrancarse el corazón y dejarlo en el suelo, pero a la vez tenía que luchar por el futuro que le esperaba.

Un poco más calmado, Leo insistió en saber quién era ese hombre que lo llamó. No le encontraba sentido por más que lo pensara en su alterado estado de ánimo. El hombre tenía mucha curiosidad en saber cómo era la relación de Olga con Leo. El la recuerda como una mujer difícil, encerrada en sí misma, y con muchos problemas desde su juventud. Por lo que cuenta Leo, aún en su madura edad no cambió su actitud. Y él quería saber por qué.

 El hombre imaginaba tener una respuesta a las interrogantes del chico. Para Leo siempre fue doloroso no saber qué era lo que le pasaba a su madre. Su silencio, su encierro y su falta de amor hacia él era un asunto lamentable.

El hombre no dejó pasar la oportunidad y le contó que conocía a su madre desde la adolescencia. Para ambos fue una época de inseguridad que nunca podrán olvidar. Leo parecía muy interesado en escuchar algo que Olga jamás contaría. No se sabe si por vergüenza o inmadurez. En una fiesta, la confusión de dos seres humanos se unió. Todo iba entre risas y diversión. Sin pensar que aquella mujer despreocupada pudiera enfrentar la dura realidad de dar vida a tan corta edad. Sorprendido, Leo volvió a leer la nota que le dejó Olga en voz alta.

—   Nunca estuvo ni estará en mis planes compartir mi vida con alguien más —leyó con mucha tristeza.

Leo salió destrozado del hospital sin permitir una palabra más de otra persona. Quería olvidarse de todo y de todas las personas que lo rodeaban, incluyendo a Marta. Pero el hombre lo detuvo por un momento.

—   ¿Apenas comienzas a vivir, sé que no puedes comprenderlo. Déjame ayudarte — le dijo.

—   Gracias — respondió desesperado.

            Leo no pudo aguantar tantas emociones juntas y lo abrazó como si nunca lo hubiesen felicitado por su cumpleaños.

        Vicente Bloise

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