viernes, 10 de febrero de 2012

Un rebullón en el asta de la bandera

Los rebullones son una especie de zamuros llaneros, de aquellos que de pronto aparecen y desatan ciertos males, acaban con las cosechas y dejan ese olor tan particular que desprenden sus oscuras alas. Estas alas le dan un horizonte más amplio, una gama de posibilidades más extensa que la de un gallo o un pato. Quizás esa perspectiva permitió este panorama, aquel que aún se deja entrever en la parte más alta de la formación  de la mañana, en donde nuestra vista llega a ver pero nuestras manos no alcanzan a tocar.

Un día como cualquier otro, desprovisto de aventuras alternas a lo cotidiano de la vida estudiantil. Pero ¡no!, este suceso no alteraría el orden natural de las cosas… 

Mejor olvidemos explicaciones y vayamos a lo acontecido.

Pasamos a la altura de la autopista de Prados del Este, unos dormidos, otros despiertos, da igual. El resto, abordo del transporte, miraban a su alrededor buscando algo que parecía matar su intranquilidad. El mismo de siempre escuchaba música y Luis comía una arepa. Todo concordaba en el transcurso del camino, la misma gente, las mismas acciones.

Llegamos al colegio un poco tarde, así que bajamos en donde Carlos para correr inquietos por los pasillos color ladrillo. Al final del pasillo la lista nos esperaba, formábamos igual que siempre, esperando las anotaciones por la tardanza, el salón de clases y las mil palabras.

De pronto se divisó un zamuro. Llegó el rebullón que Rómulo comparaba con una mujer de características bárbaras, aquel que tarde o temprano le traía el mal a sus tierras. En fin, era un ave poco común que venía descendiendo precipitadamente hacia el asta donde izábamos la bandera todas las mañana.

Era pues el tiempo del himno, algunos miraban al cielo esperando la caída de la misteriosa ave y otros conversaban o cruzaban los brazos con la indiferencia del que tiene examen de matemática.

-¡Es un pájaro!- Exclamó un alumno-

-No es un pájaro cualquiera idiota, es un zamuro- corregía el compañero-

-No no, es sin duda alguna un rebullón-afirmaba Jesús, el profesor de literatura- de aquellos que revuelan por ambientes llaneros y desprenden un olor pútrido de sus alas.

Pero a quién podría interesarle este asunto. Una carcajada grupal rompió el silencio de la formación en orden debido al color negruzco que de pronto contrastaba con el de las estrellas de la bandera o, quizás, por el rojo de color vivo que chorreaba a borbotones hasta caer en el suelo confundido por otro tono de rojo atribuido a la sangre de los héroes de nuestra patria.

Mientras el zamuro emitía sonidos extraños parecía satisfacerse de su estadía en este lugar magnánimo que le daba la completa atención, mientras que la sangre y el olor pestilente que desprendía de sus alas rotas tocaba ya los talones de los estudiantes y profesores, reunidos en la plaza.

Ahí seguía la formación ya descompuesta, el orden hecho un caos, pero de risa, de burla, de notable indiferencia, que se producía al oír y al observar aquel ser que parecía disfrutar de su nueva desgracia.

Pasaban las horas y el hecho seguía estático: la misma sangre, el mismo rebullón, la misma formación desordenada que reía a carcajadas y sin parar. El olor y la sangre ya alcanzaban nuestras rodillas, luego nos tocaban las espaldas y ahora, mientras pienso en estos hechos, estoy a punto de ahogarme. Me llega hasta el cuello…

La situación de la gente era de aquella que aún espera con impaciencia su próximo fin de semana, se mantenían en risas y en simples pero bruscas carcajadas. Los profesores nos acompañaban en este inusual reír como si fuera éste un hecho del más común de sus días.

Esto no imparte necesidades para nadar o para salir de este océano repugnante ya que todos nosotros, inmiscuidos en esta especie de chiste, parecemos disfrutar, como el rebullón, de la perfidia ocasionada por la misma víctima.

Hablando en términos más generales, estamos indiferentes a lo que pueda suceder, indiferentes ante lo que aquel rebullón haga de nosotros y de la escuela. Dudamos de lo que pueda pasar en las afueras de estas instalaciones, y el entretenimiento da los medios para la ignorancia.

Por fin ha llegado a mis narices, ahora el olor es inaguantable, la sangre desagradable y todo esto inhumano, vergonzoso. Todos esperamos el momento de que caiga, de que aquel rebullón se desplome y desaparezca para siempre.


Gabriel Capriles

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